Preguntas prohibidas

¿Habéis notado cómo todo lo que tiene que ver con la creencia en Dios, con las prácticas religiosas, con la fe, se ha convertido con el paso del tiempo en una cuestión privada? ¿Por qué se considera una intrusión en la esfera personal, de lo íntimo, preguntar a un amigo, a un amante, a un familiar si cree en Dios o si va a misa o a la sinagoga o mezquita en los días de fiesta?

Lo escribe Ana Foa añadiendo que los únicos que pueden aún plantear legítimamente estas preguntas son los niños, quienes, de hecho, te plantean tranquilamente las preguntas «prohibidas»: ¿eres judía? ¿crees en Dios? ¿Festejas la Navidad? Aún inocentes, pronto descubrirán que las preguntas de ese tipo son juzgadas no convenientes, que no se deben plantear, que quien es interrogado enrojecerá o toserá por sentirse incómodo o buscará llevar la pregunta, de su persona a un genérico «judío», un genérico «católico», en definitiva, un genérico no creyente. También preguntar sobre la falta de fe, sobre la militancia ateista, es considerado, en efecto, una intromisión, algo embarazoso. Habéis quizá escuchado a alguien preguntar a otro: «Perdona, pero ¿tú eres ateo?», a no ser que te encuentres a mitad de la plaza con los seguidores de la Asociación de libre pensadores que festejan a Giordano Bruno. En definitiva, son preguntas que se pueden plantear sólo si sabes de antemano la respuesta. Quien está festejando a Giordano Bruno en ese contexto no puede ser religioso; quien se acerca a comulgar en una iglesia no puede no ser católico. En fin, son preguntas que no pueden ser dirigidas a otra persona, sino sólo al que la piensa como tú. Que no amplían tu conocimiento sino que se limitan a confirmarlo.

¿Y si intentáramos suponer que el sentirse en embarazo no nace del rechazo, no es un fenómeno atribuible al hecho de que la religión no es importante, pero que sí origina, en cambio, una carga escondida, o mejor, movida por interés?

Convertido en un misterio, del que nadie habla si no es a partir de susurros, Dios nos interpela, quizá para negar o poner en duda su existencia. Nadie hace ya la famosa apuesta de Pascal: apostar sobre la existencia de Dios. Simplemente hacemos finta de que no existe. O que no existe la pregunta que sólo los niños están en grado de hacer.

Escribía hace más de cien años Rainer Maria Rilke, a propósito precisamente de las preguntas sobre Dios por parte de los niños: «Y preguntasen solamente: “¿Hacia dónde va ese tranvía tirado por caballos? ¿Cuántas son las estrellas? ¿Diez mil es más o menos que “mucho”? Quieren saber otras cosas bien distintas. Por ejemplo: “el buen Dios habla también chino? ¿Cómo es el buen Dios? ¡El Dios bueno, siempre es un buen Dios! Cuando, en cambio, de Él se sabe tan poco”».

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